La noche se dejaba caer cuando ella
llegó a casa. Tomás aun no volvía del trabajo. Lo mejor era que se dispusiera
a preparar la cena cuanto antes. El viaje por la ciudad la había dejado con
algo de ánimo, por lo que esta noche prepararía algo especial.
Fue hasta su habitación y buscó en un
viejo baúl donde guardaba todas esas cosas que habían pertenecido a su vida
anterior; aquella que había dejado atrás cuando decidió, en un arranque de locura
tan propio de su personalidad cambiante, que era posible meter veinte años en
unos cuantos bolsos y llevarlos a cuestas hasta un lugar distante, un lugar donde
podría encontrarse de pleno con la libertad.
Poco le importaron las distancias, el
dinero, o incluso la incertidumbre de no saber qué carajo iba a suceder al día
siguiente, cuando la tormenta de su alma se hubiese calmado lo suficiente para
permitirle pensar con mayor claridad. Es más, siempre había sido un goce ese no
saber, tenía ese je’ ne sais quoi que
le daba un saborcito dulce a la vida, la confortable espera de algo nuevo que
lograría sorprenderla de veras. Esa fe absurda en que algo bueno llegaría a
golpear su puerta la mañana siguiente.
Comenzó a revolver el contenido del
baúl en busca de su antiguo cuaderno de recetas, último vestigio de lo que
fuera uno de esos tantos intentos fallidos por darle forma a su vida intentando
encasillarse bajo un oficio, obviamente sin resultados. Sofía era de esas
personas que nacieron para serlo todo y a la vez nada. Su vida no cabía en
definiciones absurdas que pretendía imponer una sociedad tecnócrata como la
nuestra. Ella se regía por otras leyes, casi como si viviese en un mundo aparte
al que sólo ella podía ingresar.
Retazos de pasado fueron envolviéndola
en un torbellino de melancolía y recuerdos. En el momento en que decidió abrir
la tapa del baúl, había liberado, sin darse cuenta, todo aquello de lo que
venía escapando. El baúl se había convertido en una especie de caja de pandora
personal y la búsqueda del famoso cuaderno se transformó en un reencuentro
entre ella y sus memorias de adolescencia y juventud.
Postergó una vez más el llamado que
hacía el pasado y se dirigió a la cocina, cuaderno en mano. Hojeó entre las
recetas hasta encontrar la que andaba buscando y se dispuso a trabajar. Buscó
los ingredientes necesarios, rogando al cielo que todo estuviese en la casa. No
tenía ganas de dar otra incursión por la ciudad, además el mercado quedaba
bastante alejado de su casa y el tiempo ya empezaba a ser escaso. Luego de
unos 45 minutos tenía la cena lista.
Caminó hasta el comedor, tendió un
mantel limpio sobre la mesa, puso los cubiertos y unas copas. Luego, buscó una
botella de vino y dejó todo dispuesto esperando la llegada de Tomás quien
debía estar por llegar. Se dirigió a la sala donde aguardó sentada al ritmo de And I love her de The Beatles, dejando que la música la transportara, por un momento
fugaz, a un lugar diferente donde nada ni nadie podía alcanzarla mientras los
agradables aromas de la comida bien preparada iban dominando el ambiente.
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