Por la pequeña abertura de la puerta
se colaba un exquisito aroma a comida. Ya había pasado la hora de despertar
hacía un buen rato pero la incursión por la ciudad la noche anterior la había
dejado francamente agotada. Tenía un hambre de los diez mil demonios y ese
bendito olor parecía llamarla a gritos.
Se levantó, duchó y vistió rápidamente
y se dirigió a la cocina. Al llegar, Tomás la esperaba y le regaló una sonrisa.
La comida estaba exquisita. Comieron juntos, compartiendo una charla no muy
profunda.
Luego de tantos años viviendo con
Sofía, él sabía que no debía recordarle la noche anterior, lo mejor era
dejar que los fantasmas de su vida se durmieran nuevamente. Tomás siempre la había
entendido perfectamente.
Su relación era algo parecido al amor,
pero sin duda no era lo mismo. No es que Sofía no lo quisiera, estaba claro que
lo hacía, le gustaba mucho ese joven que una vez conociera en un paseo por Hyde
Park de eso ya bastantes años, cuando ambos eran jóvenes llenos de sueños,
deslumbrados por esta ciudad que empezaban a conocer.
La comunicación que lograron fue
increíble, quizás se debía al hecho de que ambos habían emigrado de América
Latina persiguiendo sus sueños. Esa ambición idiota de escapar de la sociedad
tercermundista, de establecer una muralla a sus propias raíces e insertarse al
“mundo desarrollado”, algo siempre lejano para sus países de origen. En el fondo ellos no eran muy
diferentes a la sociedad de la que escapaban, estaban siempre mirando hacia
afuera.
Comenzaron a salir y con el tiempo
todo terminó en esta relación agradable. En la sana convivencia y entendimiento
de quienes se quieren demasiado, de aquellos que se han resignado a que el
amor, al menos ese amor con mayúscula no existe.
Lo cierto es que pasaban los días
tranquilamente entre los colores y sonidos propios de una ciudad, creyendo
estar juntos, caminando de la mano por las calles, eternamente perdidos, sin
lograr encontrarse jamás.
Como muchos otros, habían transformado
su existencia en una cómoda rutina, cercana a la felicidad, pero a la vez tan
inmensamente lejos de ella, y quién podría culparlos por eso. En suma, es lo que
la mayoría de la gente hace ante la idea de tener sólo una finita vida para
encontrar a su preciada alma gemela en el vasto mundo. El eterno miedo a la
soledad y el encuentro de uno mismo.
Sofía pensó que lo mejor para olvidar
la fatídica noche anterior era salir a recorrer la ciudad en su fiel bicicleta,
un modelo antiguo y algo pasado de moda, pero que a ella le venía muy bien.
Alistó sus cosas para salir, su vieja cámara de rollo, algo de comida, su
paraguas (no volvería a cometer dos veces el mismo error) y un poco de dinero,
tal vez para un café, tomó su abrigo y emprendió su camino. El clima era
agradable, considerando que a ella siempre le había gustado el frío, claro. Las
calles aún conservaban un poco de nieve y se percibía el agradable olor a
lluvia y humedad.
Los colores de la ciudad iban
impregnando los pensamientos de Sofía, alejando se su memoria cualquier rastro
de tristeza anterior. Recorrer esas calles mágicas con tintes de otro siglo
siempre había sido su mejor terapia.
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