“Nada, definitivamente nada, puede unirnos
más en el tiempo, y pese a las distancias, que un libro.”
...
Era una madrugada realmente fría,
y allí estaba ella recorriendo otra vez las calles de un Londres que dormía. De
vez en cuando se arrepentía por haber dejado el abrigo en casa, aun cuando
Tomás le había advertido del frío latente. ¡Cómo le gustaba la nieve a Sofía!
Le traía una especie de felicidad acuosa a su vida que parecía irse derritiendo
al mismo tiempo que el sol hacía lo suyo con la blanca visitante. Todos le
habían dicho que pasado un tiempo, la nieve ya no le parecería tan bonita, que
empezaría a cansarla a fuerza de costumbre y medias mojadas, pero se
equivocaban, luego de diez años viviendo en la cosmopolita Londres, la nieve
siempre le venía como un regalo caído del cielo.
Así fue recorriendo las calles de
la ciudad absorta en sus pensamientos, esos mismos que la habían obligado a
levantarse de la cama y salir a esta aventura nocturna que ahora la congelaba. El
sonido de sus pasos era amortiguado por la nieve amontonada en la vereda. ¿Y es
que acaso importaba el sonido? Sus pensamientos la habían conducido a otra
ciudad muy lejana, y esos pasos que cualquiera podría asegurar que estaban
siendo dados en Oxford Street, en realidad se encontraban a kilómetros de
distancia, en su natal Santiago.
De pronto se largó a llover y
Sofía tuvo que interrumpir sus pensamientos para buscar refugio del agua,
esperando que la lluvia sólo durara unos cuantos minutos como acostumbraba. –Idiota, todo el mundo sabe que en esta
ciudad no se debe salir sin paraguas nunca- se dijo para sí. Ahora tendría
que recorrer las calles desiertas con el frío que calaba los huesos, mojada y
sin su abrigo.
Comenzó a mirar a su alrededor
apreciando el bello paisaje que daba la ciudad cubierta por la nieve. Era
extraño ver esa calle comúnmente abarrotada de turistas y compradores, ahora
desierta. Recordaba sus incursiones a la calzada, donde pasaba horas mirando
cómo la gente entraba y salía con bolsas y más bolsas, acarreando un montón
de paquetes y artefactos inútiles que
costaban un ojo de la cara. Lo más extraño era ver sus caras de felicidad
mientras acarreaban todo ese esperpento de cosas. Siempre le había producido un
dejo de lástima. Esos pobres tipos no se daban cuenta que habían sido timados,
probablemente llegarían a sus casas pensando en que habían salvado el día con
sus nuevas y lujosas adquisiciones, mientras arrumbaban lo comprado junto a otro
montón de basura inútil. Y los turistas, ¿Era necesario que viajaran tantos
kilómetros sólo para ir de compras a esos lugares, si todo esto podían hacerlo
desde la comodidad de sus casas visitando alguna página de internet? Por qué
mejor no visitaban una sala de conciertos, de esas que se encontraban en las
calles menos conocidas de la ciudad, o sólo recorrían esos maravillosos espacios
cargados de historia que ofrecía este país, ¿En qué momento se había perdido el
interés por esas cosas que a ella le resultaban tan apasionantes?, ¿En qué
momento la sociedad se había conformado con lo poco que ofrece el consumismo
exacerbado y peor aún lo disfrutaba?
La lluvia se detuvo, podía seguir
su excursión nocturna en la ciudad, sin embargo algo la hizo resistirse a la
idea. Dio media vuelta y emprendió el camino de regreso. Tomás debía estar
esperándola, las imágenes inundaban su mente, casi podía sentir el olor del
café con vainilla que le aguardaba en casa. Los recuerdos que antes la
atormentaron fueron elevándose y desapareciendo como el vapor del café en el
aire.
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