Camino por las calles del centro de Santiago, y me miran. Me detengo, y me miran. Observo la situación, pero la gente sigue mirándome. Me miran como analizando cada cosa que hago y cada cosa que dejo de hacer, por alguna extraña razón todos han decidido fijar su atención en mí, y no entiendo que pasa.
Me siento incómoda, reviso mi ropa, no hay nada en ella, busco un espejo en mi pequeño bolsito, veo el reflejo de mi cara, y no hay nada extraño tampoco, sigo sin entender pero ahora cuando veo la expresión de la gente parece enojada. Intento seguir mi camino sin darle mayor importancia al asunto, pero ahora es la gente la que me detiene, todos se han unido para no dejarme avanzar, me retienen para tener a quien dirigir su ira.
No puedo escapar, estoy en medio de un círculo de gente furibunda. Voy a morir... lo sé, voy a morir. Ellos me asesinarán sin motivo alguno, lo harán, porque hoy... día fatídico, he resultado ser yo el objeto de su rabia cansada. Hoy, justamente hoy, tenía yo que ir pasando por la bendita calle con mi sonrisa en la cara. Eso debe haber sido, esa estúpida sonrisa que no pude dejar colgada en el armario.
Cierro los ojos y sólo espero... Espero a que ese mar de gente se abalance sobre mí, y ruego que la muerte sea rápida. Ruego para que a punta de tanta práctica y costumbre, estas personas ya sepan como asestar el golpe de forma certera.
Todo pasa muy rápido, me pierdo en el mar de gente y espero al momento final... este llega, luego la gente se dispersa, continúa su camino de forma autómata, me levanto del suelo, ya sin sonrisa, sin expresión alguna, y me uno a ellos; me uno a esa caminata infernal de no saber a dónde me dirijo, de estar en constante movimiento por miedo a sentir el vacío de la existencia misma.
Ya nada de esto me importa, pues mañana, a la misma hora, será otro el que muera.
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