Samanta: ¿Alguna vez te has sentido
perdido, Horacio? ¿Como si arriba o abajo no significaran gran cosa?
Es verdad, nunca supe leer mapas, ni
siquiera las líneas de mi mano parecían desentrañar mi destino. ¿Dónde estaba
yo en el aquí y ahora que ya fueron? Quizá por eso siempre anduve dando tumbos,
casi como tanteando el piso con las manos en medio de la noche. Sin embargo, el
papel de viajera constante de la incertidumbre me valió mis mejores aventuras.-
Horacio: Mi vida ha sido siempre
oscuridad, me debato en el límite y lo sabes. Tú fuiste ese claro de sol en un
día nublado, siempre supe que no sería eterno. Tú y yo fuimos como dos pájaros que se
estrellan al vuelo. Nos alimentamos de quimeras por demasiado tiempo y éstas
fueron nuestra propia muerte y entierro. Este laberinto de girasoles que es la
vida es nuestra tumba, nos vamos condenando poco a poco, sin saberlo. Somos esos seres privilegiadamente
errantes, ya sabes, eternos matadores de brújulas. Quedarnos por demasiado
tiempo siempre será un error.-
Samanta: El
problema es que no podemos evitarlo-
Horacio: ¿Evitar
qué, Samanta?-
Samanta: Este
sentimiento de sabernos perdidos. He visto a muchos en mi vida…
Horacio: ¿Quiénes?
Samanta: Ellos, los ciegos. Los que
caminan por las calles con su traje perfectamente planchado y los zapatos
lustrosos. Ellos, que no pueden darse cuenta, que no son conscientes que los
perdidos somos todos.
Hacen su vida normal, asidos al
piso por una extraña fuerza. Ellos, que se han olvidado de volar, que han perdido el brillo en los ojos.
Es cierto, puedo no saber dónde
estoy. Quizás nunca podré llamar a algo hogar, pero sabes… no me he olvidado de
volar.
No tengo Norte ni Sur, ni Tierra que llamar Nación. Pero vivo, Horacio.
¡Por Dios que vivo!